Fin del Concierto

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miércoles, 18 de diciembre de 2013

Breve defensa del matrimonio homosexual

Es sabido que el reconocimiento legal del matrimonio entre dos personas de un mismo sexo no es un tema que genere consenso. Me gustaría intentar, rápidamente, un breve análisis de esta problemática, para concluir con una —también breve— defensa de dicha institución.

Primero, la definición del Código Civil. El artículo 102 del mismo dispone:  

El matrimonio es un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente, y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear, y de auxiliarse mutuamente.

Distinto a la situación del matrimonio religioso, que es considerado un "sacramento", el matrimonio civil es un contrato. Uno tal como pedir un préstamo, arrendar un departamento o comprarse una casa.

En el caso del contrato de matrimonio, sus efectos más importantes tienen relación con el nacimiento de un cierto estado civil (las partes pasan a ser "casadas"; se adquiere un parentesco) y de ciertas relaciones pecuniarias (los cónyuges pasan a tener derechos y obligaciones respecto del patrimonio de cada uno de ellos; se forma una sociedad conyugal o se pacta algún otro régimen patrimonial para administrar los bienes de cada uno y los que adquieran en el futuro; los cónyuges pasan a ser herederos el uno del otro). Nada particular en este sentido. De hecho, el matrimonio se asemeja bastante a una sociedad; la única diferencia es que los cónyuges se unen con fines más diversos y personales que los de unos simples socios, y sus efectos son más universales.

Visto el matrimonio de esta forma, no existe absolutamente ninguna razón para negar reconocimiento a un matrimonio entre dos personas de un mismo sexo.

La resistencia a esta conclusión tiene ciertos elementos comunes. Se plantea que es elemento esencial del matrimonio el que los cónyuges sean hombre y mujer, por razones históricas, morales, religiosas e incluso biológicas.

En cuanto a la razón histórica y moral, es fácil verla: la homosexualidad fue siempre reprobada y reprimida y no era habitual encontrarse con parejas de personas del mismo sexo conviviendo de la misma forma que un matrimonio "convencional". Había razones culturales, religiosas y claro, también morales, para que la ley simplemente asumiese que el matrimonio debía ser entre un hombre y una mujer, o bien prefiriese recoger y reflejar expresamente la moralidad imperante. La homosexualidad era considerada una patología, un pecado, una abominación, una práctica depravada o, en el mejor de los casos, tabú. Ninguna razón para legislar sobre esa base, ¿verdad?

La historia evoluciona, y también la sociedad. La homosexualidad, si bien resistida por muchos, incomprendida, hasta condenada, es un fenómeno natural aceptado y cada vez más masivo. Evidentemente, el porcentaje de población homosexual en el planeta es minoritario, pero es un hecho de la causa que la homosexualidad existe y quienes son homosexuales mantienen relaciones amorosas y fraternales que no difieren en nada con aquellas mantenidas por personas heterosexuales (con la salvedad obvia de la capacidad de reproducción, evidentemente). La historia cambió y, por tanto, también debiese cambiar la legislación, anclada en prejuicios históricos. Actualmente, la ley priva de sus efectos civiles a una unión entre dos personas por el solo hecho de que comparten el mismo sexo. No parece justificado. 

Por otra parte, está el argumento religioso: Dios no lo quiso así. A esto, se responde rápidamente: el laicismo del Estado es también un fenómeno aceptado y demandado, al menos en aquellos países donde existe democracia. La separación iglesia-Estado es necesaria para dar cumplimiento a la exigencia actual de que todas las personas sean tratadas igualitariamente, incluyendo, por supuesto, en términos religiosos. Esto implica, más claramente, una separación "Ley-Religión". La ley, por tanto, no puede responder puramente a dogmas religiosos; debe tener una utilidad para la consecución del bien común o, dicho utilitariamente, para alcanzar la mayor felicidad posible del mayor número de personas, sin distinciones arbitrarias.

Por este solo hecho, los motivos netamente religiosos para descartar que la ley civil reconozca el matrimonio como una institución entre "dos personas", sin importar su inclinación sexual, no son suficientes para sustentar tal posición. Cada iglesia es absolutamente libre de establecer las condiciones y requisitos de sus propias instituciones y sacramentos, pero no pueden pretender que ellos le sean impuestos también a personas que no comparten tales dogmas. Es así de sencillo.

Y por último, el argumento de que el matrimonio está concebido para la reproducción. Esto parece una deformación de la teoría de que cada contrato tiene elementos esenciales (que deben estar presentes) y accidentales (que pueden estar presentes). Los fines del matrimonio son, claramente, elementos accidentales. Máxime cuando son varios: vivir juntos, procrear, auxiliarse mutuamente. Uno de estos elementos puede faltar y ello no podría razonablemente implicar que no exista matrimonio. Si esto es discutible (aunque, como lo veo, no lo es), ciertamente no implica que no pueda o no deba existir matrimonio si falta algunos de estos elementos.

En este punto es fácil confundirse: una cosa es lo que la ley es, y otra, lo que debería ser. Estamos diciendo que el matrimonio debería ser un contrato tal como cualquier otro, donde los fines tradicionalmente subyacentes al matrimonio no definan lo que es, sino lo que puede implicar. Una persona podría pedir la nulidad del matrimonio sobre la base de que, dentro de sus motivaciones principales, estaba poder procrear, y por un error creyó que su cónyuge sería capaz de tal cosa, cuando en realidad era estéril. Lo que no se puede afirmar es que, si los cónyuges no pueden reproducirse, entonces no puede haber matrimonio. Eso equivaldría a decir que dos personas heterosexuales impedidas de tener hijos, o que han decidido no tenerlos, no podrían casarse.


En otras palabras, que el código civil defina el matrimonio como una institución entre un hombre y una mujer, no implica que no pueda, mediante una simple modificación, señalar que es una institución que se da "entre dos personas". La solución del AVP intenta homologar los efectos civiles del matrimonio a una unión entre homosexuales, sin ser capaz de responder por qué el legislador debiese distinguir entre parejas heterosexuales y homosexuales y, en un caso, llamar a su unión civil "matrimonio" y en el otro, "acuerdo de vida en pareja". Esta última institución parece proteger a aquellos que no desean que su propia unión se denomine matrimonio, pero sí desean que tenga ciertos efectos civiles. Ciertamente no es una solución justa para aquellas parejas homosexuales que sí quieren ser llamados "cónyuges" y colocar, donde se les requiera, su estado civil de "casado". La razón de la distinción parece ser el rechazo de la mayoría. No es suficiente.

La conclusión es lógica y evidente: el matrimonio es un contrato y todas las personas son iguales ante la ley. Ésta podría establecer ciertos requisitos para contraer matrimonio (que los pretendientes no sean padre e hijo, por ejemplo), sobre la base de elementos o evidencia objetiva y empírica, o con cierto objeto común y lógicamente aceptado, tendiente a la consecución del fin último de la ley (llámeselo bien común, utilidad o como se quiera). No hay ninguna razón, teórica o empírica, para que el Estado, a través de la ley, niegue a dos personas plenamente capaces, la posibilidad de celebrar el contrato civil de matrimonio.

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